El día que me enamoré de mí, empecé a amigarme con toda mi historia, con cada error, con cada acierto, porque el amor abraza y acepta, porque el amor no juzga.
El día que me enamoré de mí, fue como ese flechazo que te parte al medio, ahí me vi, ahí me reconocí.
El día que me enamoré de mí, lloré mucho, me había postergado tanto, había escuchado tantas palabras menos las mías, había recurrido a las migajas de relaciones ya obsoletas, no porque el otro lo hiciera a propósito, sino porque yo no me valoraba.
El día que me enamoré de mí, no fue de color de rosa, porque amar implica ver hasta lo que escondí en el sótano más oscuro de mi hogar, que haya días en los que ni quiera hablar conmigo.
El día que me enamoré de mí, no me dije frases de sobrecitos de azúcar, me encontré, me tendí la mano y me invité a tomar decisiones postergadas, a elegir sin miedos ni culpas, a cerrar puertas en las que del otro lado no había nada; me devolví la llave que abre las verdaderas.
El día que me enamoré de mí, amé con mayor intensidad a los seres que amo y comprendí a los que pasaron por mi vida para dejarme una enseñanza.
El día que me enamoré de mí, no fue ego, fue parirme, dejar que duela, aceptar el reto. Fue un día bendito, el inicio de un gran camino por recorrer.
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