Nuestro sistema de socialización se ha orientado más a prevenir los excesos afectivos, conocidos por los especialistas como “manías” (autoestima inflada, demasiada confianza, etc.), que a los estados de tristeza y depresión causados por inseguridad, autoimagen y autoconcepto negativo. La suficiencia y la seguridad excesiva produce producen molestias.
La inseguridad produce lástima. Por lo general, las personas tendemos a tomar partido por el más débil. La inmunidad al flagelo de la depresión sólo se logra si aprendes a quererte. Como las mejores cosas, necesitas
un trato especial. No puedes permitir que se te lastime, ni darte el lujo de autodestruirte estúpidamente. Desde pequeños nos enseñan conductas de autocuidado personal: lavarnos los dientes, bañarnos, cortarnos las uñas, comer, controlar esfínteres y vestirnos. ¿Pero qué hay del autocuidado y de la higiene mental? No se nos enseña a
querernos, a gustarnos, a contemplarnos y a confiar en nosotros mismos. Además, aunque algunos padres tenemos esto
como un desiderátum, carecemos de procedimientos adecuados de enseñanza. Tampoco se nos enseña a enseñar.
La imagen que tienes de ti mismo no es heredada o genéticamente transmitida. Tal como se desprende de lo
dicho hasta ahora, es aprendida.
La relación que estableces con el mundo no sólo te permite conocer el ambiente, sino también tu comportamiento frente a él. Estas experiencias de contacto con personas (amigos, padres, maestros) y cosas de tu universo material inmediato desarrollan una idea de cómo eres en realidad. Los fracasos y éxitos, los miedos e inseguridades, las
sensaciones físicas, los placeres y disgustos, la manera de enfrentar los problemas, lo que te dicen que eres, lo que no te dicen, los castigos, etc., todo confluye y se organiza en una imagen interna sobre tu propia persona: tu yo o tu autoesquema.
Puedes pensar que eres torpe, feo, interesante, inteligente o malo. Cada uno de estos calificativos son el resultado de una historia previa, donde has ido gestando una “teoría” sobre ti mismo. Si crees ser un perdedor, no intentarás ganar. Te dirás: “Para qué intentarlo, yo no puedo ganar” o “es imposible cambiar” o “no valgo nada”.
En resumen, lo que piensas y sientes acerca de ti mismo es aprendido y almacenado en forma de teorías llamadas autoesquemas. Hay autoesquemas positivos y negativos. Los primeros te llevarán a estimarte, los segundos, a odiarte.
Nadie contempla y cuida una persona que odia. De manera similar, si la visión que tienes de ti es negativa, no te expresarás afecto, pues no creerás merecerlo. Si tu autoesquema es positivo y no lo alimentas, se desvanecerá. Algunas personas, en lugar de felicitarse, disimulan su alegría con un parco flemático: “No es nada” o “era mi deber”. La negación del reconocimiento personal es una forma de autodestrucción.
HACIA UN BUEN AUTOCONCEPTO
La cultura nos ha enseñado a llevar un garrote invisible, pero doloroso, con el que nos golpeamos cada vez que equivocamos el rumbo o no alcanzamos las metas personales. Hemos aprendido a echarnos la culpa por casi todo lo que hacemos mal y a dudar de nuestra responsabilidad cuando lo hacemos bien. Si fracasamos, decimos: “Dependió de mí”; si logramos el éxito: “Fue pura suerte”. ¿Qué clase de educación es ésta, donde se nos enseña a hacernos responsables de lo malo y no de lo bueno?
La autocrítica es buena y productiva si se hace con cuidado. A corto plazo puede servir para generar nuevas conductas, pero si se utiliza indiscriminada y dogmáticamente, genera estrés y es mortal para nuestro autoconcepto. El mal hábito de estar haciendo permanentemente “revoluciones culturales” interiores es una forma de suicidio psicológico.
Algunas personas, por tener un sistema de autovaloración inadecuado, adquieren el “vicio” de autorrotularse negativamente por todo. Se cuelgan carteles con categorías generales. En vez de decir: “Me comporté torpemente”, dicen: “Soy torpe”. Utilizan el “soy un inútil” en vez de “me equivoqué” en tal o cual cosa. El autocastigo ha sido considerado, equivocadamente, una forma de producir conductas adecuadas.
¿Cómo se llega a tener un autoconcepto negativo?
Una forma típica es a través de la autocrítica excesiva. Los humanos utilizamos estándares internos, esto es, metas y criterios internalizados (aprendidos) sobre la excelencia y lo inadecuado. Estos estándares se desprenden del sistema de creencias, valores y necesidades que poseemos. Una elevada autoexigencia producirá estándares de funcionamiento altos y rígidos. Sin embargo, si bien es importante mantener niveles de exigencia personal relativa o moderadamente altos para ser competentes, el “cortocircuito” se produce cuando estos niveles son irracionales, demasiado altos e inalcanzables. La idea irracional de que debo destacarme en casi todo lo que hago, que debo ser el mejor a toda costa y que no debo equivocarme, son imperativos que llegan a volverse insoportables.
Los estándares irracionales harán que tu conducta nunca sea suficiente. Pese a tus esfuerzos, las metas serán inalcanzables. Al sentirte incapaz, tu autoevaluación será negativa. Este sentimiento de ineficacia y la imposibilidad de controlar la situación se producirán estrés y ansiedad, los que a su vez afectarán tu rendimiento alejándote cada vez más de las metas. Las personas que quedan atrapadas en esta trampa se deprimen, pierden el control sobre su propia conducta e indefectiblemente fracasan. ¡Precisamente lo que querían evitar!
Si eres demasiado autoexigente y autocrítico, utilizarás un estilo dicotómico. Esto quiere decir, de extremos.
Las cosas sólo serán blancas o negras, buenas o malas. Verás la realidad con una especie de binoculares donde los tonos medios, los matices y las tonalidades no existen. “Soy exitoso o soy fracasado”. Absurdo. No hay nada absoluto. El uso de estándares extremadamente rígidos, perfeccionistas e irracionales, aumenta la distancia entre tu yo ideal (lo que te gustaría hacer o ser) y tu yo real (lo que real mente haces o eres). Cuanto mayor sea la distancia entre ambos, menos probabilidad de alcanzar tu objetivo, más frustración y más sentimientos de inseguridad ante los esfuerzos inútiles por acercarte a la supuesta “felicidad”.
Una rápida mirada a las personas que han hecho la historia de la humanidad muestra que cierta inestabilidad e insatisfacción son condiciones imprescindibles para vivir intensamente. La estabilidad absoluta no existe. Es un invento de los que temen el cambio. La famosa “madurez”, tomada al pie de la letra, es el preludio de la descomposición. Ceñirte ciegamente a los estándares propios o externos es coartar tu libertad de pensar. Perderías la capacidad de decisión y de crítica objetiva. No temas revisar, cambiar o modificar tus metas si ellas son fuente de sufrimiento, aunque a tus vecinos no les guste.
Lo importante entonces no es sólo descubrir que eres autoexigente, sino ser capaz de modificar los estándares.
Para lograrlo no puedes ser demasiado “estable” o demasiado “estructurado”. Necesitas una pizca de no cordura (por no decir locura). Ser flexible es, sin lugar a dudas, una virtud de las personas inteligentes.
Salvando el autoconcepto
Veamos una guía que puede servirte para salvaguardar tu autoconcepto del autocastigo indiscriminado.
1. Trata de ser más flexible, tanto con otros como contigo:
No utilices el criterio dicotómico extremista para evaluar la realidad, incluyéndote tú. No pienses en términos
absolutistas: no hay nada totalmente bueno o malo. Recuerda que debes tener tolerancia a que las cosas se
salgan a veces del carril. Si eres inflexible en tus cosas, chocarás violentamente con la realidad; ella no es total
o definitiva. Aprende a soportar, a personar y a entender tu rigidez como un defecto, no como una virtud. Las cosas rígidas son menos maleables, no soportan demasiado y se quiebran. Si eres normativo, perfeccionista, intolerante y demasiado conservador, no sabrás qué hacer con la vida. Ella no es así. La gran mayoría de los eventos cotidianos te producirán estrés, por que no son como a ti te gustaría que fueran. Concéntrate durante una semana o dos en los matices. No te apresures a categorizar de manera terminante. Detente y piensa si realmente lo que dices es cierto. Revisa tu manera de señalar y señalarte. No seas drástico. Busca a tu alrededor personas a las cuales ya tienes catalogadas y dedícate a cuestionar tu rotulación. Busca evidencia en contra, descubre los matices. Cuando
evalúes, evita utilizar palabras como siempre, nunca, todo o nada. No rotules a las personas, tú incluido, con
totalidades. Tal como decía un destacado psicólogo, no es lo mismo decir: “Robó una vez”, a decir: “Es un ladrón”.
Las personas no “son”, simplemente se comportan.
La intransigencia genera odio y malestar. Ya es hora de que vuelvas añicos tu rigidez.
a. Permítete no ser tan normativo. Eso no te hará un delincuente. Si tienes cinco días para pagar una cuenta, págala al quinto, y si no hay riesgo legal, al sexto o séptimo. No llegues siempre temprano. pisa el césped. Intenta gritar en una biblioteca. Sé más informal un día, a ver qué ocurre.
b. Trata de no ser perfeccionista. Desorganiza tus horarios, tus ritos, tus recorridos, tu manera de ordenar las cosas, etc. Convive con el desorden una semana. Piérdele el miedo.
c. No rotules, ni te autorrotules. Intenta ser benigno. Habla sólo en términos de conductas.
d. Concéntrate en los matices. Piensa más en las alternativas y las excepciones a la regla. La vida está compuesta de tonalidades más que de blancos y negros.
e. Escucha a las personas que piensan distinto de ti.
Esto no implica que debas necesariamente cambiar de opinión, simplemente escucha. Deja entrar la información y luego decide.
Recuerda: si eres inflexible y rígido con el mundo y las personas, terminarás siéndolo contigo.
2. Revisa tus metas y las posibilidades reales para alcanzarlas:
No te coloques metas inalcanzables. Exígete a ti mismo de acuerdo con tus posibilidades y habilidades. Si te descubres intentando subir algún monte Everest, o cambias de montaña o disfrutas del paseo. Cuando definas alguna meta, también debes definir los escalones o las submetas. Intenta disfrutar, “paladear” el subir cada peldaño, como si se tratara de una meta por sí misma. No esperes hasta llegar al final para descansar y disfrutar.
Busca estaciones intermedias. Pierde tiempo en esto. Escribe tus metas, revísalas, cuestiónalas y descarta aquellas que no sean vitales. La vida es muy corta para desperdiciarla. Recuerda, si tus metas son inalcanzables, vivirás frustrado y amargado.
3. No autoobserves sólo lo malo:
Si sólo te concentras en tus errores, no verás tus logros. Si sólo ves lo que te falta, no disfrutarás del momento, del aquí y el ahora. “Si lloras por el sol, no verás las estrellas”, No estés pendiente de tus fallas como un radar. Acomoda tu atención también a las conductas adecuadas. Cuando te encuentres focalizando negativamente de manera obsesiva, para.
4. No pienses mal de ti:
Sé más benigno con tus acciones. Afortunadamente no eres perfecto. No te insultes ni te irrespetes. Lleva un registro sobre tus autoevaluaciones negativas. Detecta cuáles son justas, moderadas y objetivas. Si descubres
que el léxico hacia ti mismo es ofensivo, cámbialo.
Busca calificativos constructivos. Reduce tus autoverbalizaciones a las que realmente valgan la pena. Ejerce el derecho a equivocarte. Los seres humanos, al igual que los animales, aprendemos por ensayo-error. Algunas personas creen que el aprendizaje humano debe ser ensayo-éxito. Eso es mentira. El costo de crecer como ser humano es equivocarse y “meter la pata”. Esta ley universal es inescapable. Decir: “No quiero equivocarme”, es hacer una pataleta y un berrinche infantiles.
Es imposible no equivocarse, como lo es que no haya aceleración de la gravedad. Los errores no te hacen mejor o peor, simplemente te curten. Sólo te recuerdan que eres humano. Cuando hablemos de tu Autoeficacia volveremos sobre el miedo a equivocarse.
Recapitulemos y aclaremos.
La autocrítica moderada, la autoobservación objetiva, la autoevaluación constructiva y el tener metas racionalmente altas son conductas necesarias.
Muy posiblemente han colaborado en la adaptación del ser humano. Estos procesos no son malos en sí mismos, depende
de cómo se utilicen y para dónde apunten. Mal utilizados, de manera rígida, dura, destructiva y compulsiva, afectan
el autoconcepto. Utilizados adecuadamente sirven como una guía alentadora. Socialmente hablando, no se ha enseñado a
hacer un buen uso de ellos. Se nos presenta la autocrítica despiadada como un valor y como la llave del éxito; pero, posiblemente por desconocimiento, no se nos ha alertado sobre sus posibles consecuencias. Evitando un extremo, indudablemente pernicioso (la pobreza de espíritu, la pereza, el fracaso, el ser “poco” y el no tener metas en la vida), se ha llevado el péndulo hacia el otro extremo, igualmente dañino y nocivo.
Nuestra cultura pareciera preferir personas psicológicamente perturbadas pero exitosas, a personas psicológicamente
sanas pero fracasadas. Sin embargo, el éxito aquí es secundario. De nada sirve si no se puede disfrutar de él. La
insatisfacción frente a los propios logros y la ambición desmedida actúan como un motor, pero, por funcionar de manera sobreacelerada, suele quemarse antes de tiempo.
“Eres una máquina especial dentro del universo conocido, no la maltrates. Exígete, pero dentro de límites razonables. No reniegues de ti”.
(Tomado del Libro APRENDIENDO A QUERERSE A SI MISMO de Walter Riso)
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